El objetivo de las definiciones es el de permitirnos entender la realidad de alguna cosa. Sin embargo, para que cumpla ese propósito, la definición debe ser adecuada. Sobre esto, Spinoza, en su Tratado de la Reforma del Entendimiento, señala que “para que una definición sea perfecta deberá expresar la esencia íntima de la cosa, y cuidarnos de no poner en el lugar de esa esencia ciertas propiedades de la cosa».
Lo anterior debe ser analizado respecto de la definición de conflicto de intereses incluida en el borrador de decreto que busca reglamentar parcialmente el artículo 23 de la ley 222 de 1995, publicado el pasado 17 de octubre. La definición propuesta por el borrador de decreto es la siguiente:
“Habrá conflicto de intereses cuando exista, por parte del administrador, o de personas a él vinculadas, un interés económico, comercial o estratégico, respecto de una determinada operación, que pueda comprometer su criterio o su independencia para la toma de decisiones en el mejor interés de la sociedad o sus subordinadas”.
En mi opinión, la definición es confusa y, en consecuencia, inconveniente. En primer lugar, porque no expresa la esencia íntima del conflicto de intereses, en segundo lugar, porque su redacción es imprecisa respecto del sujeto al que aplica y, en tercer lugar, porque se extiende, sin razón aparente, a sociedades subordinadas donde el administrador no ejerce funciones.
En efecto, sobre el primer aspecto, la Superintendencia de Sociedades, en ejercicio de funciones jurisdiccionales, ha venido señalado que existe conflicto de intereses “si el administrador cuenta con un interés que pueda nublar su juicio objetivo en el curso de una operación determinada. Para el efecto, deben acreditarse circunstancias que representen un verdadero riesgo de que el discernimiento del administrador se vea comprometido” (Sentencia Proceso No. 2020-800-00341).
Así, desde mi punto de vista, la esencia del término “conflicto de intereses” es que el administrador tenga intereses contrapuestos que puedan nublar su juicio objetivo respecto de una operación determinada.
La definición propuesta, por el contrario, al intentar abarcar más, pierde esa esencia íntima necesaria para que la definición sea útil. Por ejemplo, es inconveniente que la definición se limite al interés económico, comercial o estratégico, cuando otro tipo de interés (por ejemplo, una relación afectiva estrecha) puede tener la capacidad de nublar el juicio objetivo del administrador.
Por otra parte, la definición es confusa respecto del sujeto sobre quien recae el conflicto de interés, pudiéndose entender que recae sobre las personas vinculadas al administrador. El sujeto único sobre el que puede recaer el conflicto de intereses es el administrador, independientemente de que su juicio pueda nublarse como consecuencia de que personas a este vinculadas sean parte del negocio jurídico o tengan interés en la operación respectiva. La definición, de nuevo, al intentar abarcar más de lo esencial, oscurece.
Finalmente, según el artículo 23 de la Ley 222 de 1995, las actuaciones del administrador se deben cumplir “en interés de la sociedad, teniendo en cuenta los intereses de sus asociados” y no respecto de sus subordinadas, como sugiere la definición. Ello, ya que los deberes del administrador se predican respecto de la sociedad en las que ejerce sus funciones y no de sociedades distintas, aun si estas se encuentran en una situación de subordinación.
Así, si bien la iniciativa es loable (me referiré a los demás aspectos del proyecto en otra columna), creo que la definición, más que sumar, resta.
Por: Juan Diego Martínez para Asuntos Legales (La República)
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